miércoles. 31.12.2025

El verano en el que Valdeorras ardió

El incendio iniciado en agosto en Larouco se convirtió en el más devastador registrado en Galicia y marcó un antes y un después en la comarca. Cuatro meses después, sus consecuencias siguen presentes en el monte, en el agua y en la vida diaria
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El año en el que Valdeorras ardió

Durante varios días de agosto, en Valdeorras el cielo dejó de ser reconocible. El azul fue sustituido por un tono naranja permanente y el humo se asentó sobre la comarca como una niebla espesa que no levantaba. Entraba en las casas, se acumulaba en las calles y convertía el aire en algo difícil de respirar. Esa fue la normalidad durante días. Una señal temprana de que lo que estaba ocurriendo no iba a ser un incendio más.

El incendio que comenzó el 14 de agosto en Seadur, en el concello de Larouco, acabó convirtiéndose en el más devastador registrado en Galicia desde que existen datos oficiales. Más de 32.000 hectáreas quedaron calcinadas. Pero más allá de la cifra, el fuego alteró por completo la vida cotidiana de la comarca de Valdeorras y dejó al descubierto la fragilidad de un territorio cada vez más expuesto a incendios de comportamiento extremo.

Ese récord no se construyó de golpe. La evolución fue rápida y desbordante. El 17 de agosto se vivió uno de los momentos más críticos: en apenas doce horas, la superficie quemada se duplicó, pasando de 6.000 a 12.000 hectáreas. El fuego avanzaba sin continuidad territorial clara, saltando de un concello a otro y obligando a priorizar de forma constante. Larouco, Petín, A Rúa, Vilamartín de Valdeorras, O Barco de Valdeorras, O Bolo o Rubiá encadenaron frentes activos que hacían imposible contener el incendio en un único punto.

A medida que el fuego avanzaba, la atención se desplazó de los montes a las personas. La prioridad fue salvar vidas. Y se consiguió. Decenas de personas eran desalojadas en cuestión de minutos, incluidos pueblos enteros y residencias de mayores. No hubo víctimas mortales. Pero el impacto material y patrimonial fue muy elevado. Núcleos enteros quedaron gravemente dañados y el incendio entró en zonas habitadas. San Vicente de Leira fue el lugar más afectado: más de 70 viviendas sufrieron daños, 15 de ellas residencias habituales. En Cernego se calcula que alrededor de una decena de casas resultaron afectadas.

En el conjunto de la comarca, el número de viviendas dañadas podría superar el centenar, repartidas entre parroquias de Larouco, Petín, Vilamartín, O Bolo y O Barco. El avance del fuego dejó también un rastro irreversible en el patrimonio cultural, como las iglesias de Cesures y Fervenza, en O Barco, arrasadas por las llamas.

Mientras las llamas seguían avanzando y los daños se acumulaban, la respuesta sobre el terreno se sostenía minuto a minuto. Durante los días más duros, el dispositivo de extinción se apoyó en una respuesta amplia y sostenida en el tiempo. A la intensa movilización vecinal —organizada a través de grupos de WhatsApp, del boca a boca y del conocimiento del terreno— se sumaron alcaldes recorriendo pistas forestales y personas colaborando en tareas de apoyo y contención. Junto a ellos trabajaron bomberos de distintos parques, Grupos de Emerxencias Supramunicipais (GES), voluntarios de Protección Civil, personal del servicio de prevención y defensa contra incendios forestales de la Xunta de Galicia, policías municipales y fuerzas de seguridad.

La percepción era común en todos los frentes: los medios resultaban insuficientes ante la magnitud y el comportamiento del fuego. La llegada de la Unidad Militar de Emergencias (UME) supuso un refuerzo importante, con efectivos y medios especializados. Aun así, el incendio no pudo darse por controlado hasta pasados diez días, lo que evidenció las dificultades de respuesta ante incendios de gran extensión y múltiples frentes simultáneos.

En ese contexto de urgencia, cansancio y presión constante, algunas de las actuaciones vecinales realizadas con la intención de proteger viviendas y núcleos acabaron siendo objeto de investigación judicial. Algunos de quienes colaboraron sobre el terreno tuvieron que responder posteriormente ante la justicia, un desenlace que añadió tensión a un episodio ya marcado por decisiones límite y por la delgada línea entre la ayuda y el riesgo.

Cuando las llamas comenzaron a remitir, la sensación de alivio duró poco. Uno de los primeros frentes de la poscatástrofe se abrió en A Rúa, con el incendio del vertedero de la empresa Autoneum. El fuego forestal alcanzó la zona de residuos y provocó una combustión prolongada del material almacenado, generando una nube de humo imposible de apagar con medios locales. Tras los llamamientos de la alcaldesa, María González Albert, fue la Diputación la que asumió los trabajos de extinción. A día de hoy, el vertedero permanece a la espera de un informe de la Xunta que determine si puede retomar su actividad.

A ese escenario se sumó un impacto menos visible, pero inmediato. Agosto es uno de los meses clave para el turismo en Valdeorras y, durante el incendio, las cancelaciones se sucedieron. Hoteles y casas rurales sin ocupación, bares y restaurantes con menor actividad y comercios afectados por la ausencia de visitantes convirtieron ese mes en uno de los peores veranos recientes para la economía de la comarca, aunque todavía no existen cifras oficiales cerradas.

Y el otoño, trajo nuevos problemas. Las lluvias arrastraron cenizas y restos del monte calcinado hacia arroyos y ríos. Sin masa forestal que actuara como freno, los arrastres llegaron hasta las captaciones de agua. Desde octubre, los problemas de abastecimiento y calidad del agua persisten en todo el concello de A Rúa, prácticamente en la totalidad de Vilamartín de Valdeorras y en varios núcleos de Petín y de la zona de montaña de O Barco de Valdeorras. El incendio, de algún modo, no se fue: meses después, sigue entrando en las casas por el grifo.

Cuatro meses después, Valdeorras continúa gestionando los efectos del  verano. Se trabaja en la reforestación de las zonas más dañadas, en la recuperación de infraestructuras y en la vigilancia de un territorio que quedó especialmente expuesto. Pero el incendio no terminó cuando se apagaron las llamas. Permanece en los montes desnudos, en los núcleos que aún no han podido rehacerse del todo y en un problema que se ha convertido en cotidiano: el agua.

Lo ocurrido en agosto no fue un episodio aislado ni un accidente imprevisible. Fue la expresión más extrema de una suma de factores conocidos: acumulación de combustible en el monte, condiciones meteorológicas cada vez más adversas y una capacidad de respuesta que se ve desbordada cuando los incendios alcanzan estas dimensiones. Durante diez días, la prioridad fue contener el avance y salvar vidas. El balance humano fue positivo. El territorial y ambiental, devastador.

En Valdeorras aún estaba muy presente el recuerdo del incendio de Carballeda de Valdeorras de 2022, que arrasó más de 12.000 hectáreas y marcó un antes y un después en la comarca. El de agosto de 2025 no solo lo superó en extensión, sino que confirmó un cambio de escenario. Los grandes incendios ya no son excepciones que se repiten cada varios años, sino fenómenos que pueden volver cuando las condiciones se alinean.

El incendio de este verano dejó cifras, daños y procesos abiertos. Pero dejó también una certeza incómoda: cuando el fuego llega con esta intensidad, la capacidad de reacción es limitada y las decisiones siempre llegan tarde. Lo que está en juego ya no es solo la extinción, sino todo lo que ocurre antes y todo lo que permanece después. Y Valdeorras, cuatro meses más tarde, sigue viviendo en ese después, que no se mide en hectáreas, sino en todo lo que aún no ha vuelto a la normalidad.

El verano en el que Valdeorras ardió