El albergue de peregrinos de A Rúa —gestionado por la Asociación Galega de Amigos do Camiño de Santiago, AGAX— tiene algo especial. No solo por su luz limpia de otoño o por el olor a sopa que a veces escapa desde la cocina común. Lo verdaderamente singular es que, cada vez que uno cruza su puerta, nunca encuentra a la misma persona. El hospitalero cambia, pero la esencia permanece: alguien dispuesto a escuchar, a ayudar y a dar un pedazo de hogar al que viene cansado.
Esta vez, quien abre la puerta es Juan Antonio, un catalán de Vilanova i la Geltrú que habla de los peregrinos como quien habla de viejos amigos. Está jubilado, tiene su familia y “su mundo” allí, a cientos de kilómetros. Y sin embargo, aquí está, en A Rúa, cocinando para una italiana incrédula con la pasta española, organizando la cocina para una peregrina celíaca o midiendo distancias para que un caminante de setenta años no se rompa los pies en una etapa evidente demasiado larga.
Cuando le pregunto por qué se hace voluntario, no duda en admitir que la respuesta «es compleja». Pero enseguida añade una imagen que lo explica todo: «Hay personas a las que el Camino les penetra hasta el tuétano. Te engancha. Y un día te preguntas cómo será estar al otro lado del río».
Así llegó él. Por curiosidad, por agradecimiento, por esa sensación tan difícil de describir que solo conocen quienes han caminado lo suficiente como para entender que el Camino también transforma al que lo atiende. «El Camino te da dones», dice, «como las endorfinas cuando haces ejercicio». Y él siente la necesidad de devolver parte de ese regalo.
Su llegada a A Rúa fue una sucesión de casualidades. Conoció a una peregrina que había vivido en su mismo pueblo, visitó Herbón, Corcubión... Un día preguntó sin pensarlo demasiado: «¿Qué habría que hacer para ir de hospitalero al albergue nuevo de A Rúa?» Y la vida, como tantas veces en el Camino, se encargó del resto.
El oficio de hospitalero
El trabajo, cuenta, empieza por algo muy simple, recordar cómo quería ser recibido cuando él llegó cansado a un albergue. «Lo primero que quiere un peregrino es sentarse cinco minutos y quitarse el peso de la espalda», dice. Nada de abrazos forzados ni de prisas. Un vaso de agua con limón. Y después, ya sí: registro, sello, cama, indicaciones básicas».
Pero un hospitalero es también guía informal, confidente ocasional, y hasta cocinero improvisado. En A Rúa, Juan Antonio lo hace todo: desde ayudar con un botiquín a un peregrino con los pies destrozados, hasta explicar dónde está la lavandería, la farmacia o qué les espera en la siguiente etapa. Y cuando toca, aconseja sin juzgar: «Cada uno hace su Camino como puede», insiste.
La cocina es otra historia. Una parte importante de su forma de cuidar. De las lentejas «a lo pobre» que un inglés repitió entre exclamaciones de very good, hasta una salsa improvisada para una peregrina celíaca, supervisada por ella misma para evitar contaminaciones. Incluso una italiana incrédula acabó masticando al dente y diciendo que aquella pasta «no estaba como la de España».
A veces, dice entre risas, da pequeñas “delicatessen”, como unas espinas de anchoa fritas «a nivel patata chip», o palomitas después de la cena si el día se presta. No es lujo; es cariño.
Lo que los peregrinos cuentan del Camino de Invierno
En el libro de notas del albergue casi todas las palabras son de agradecimiento. Hablan de la cena, del trato, del silencio nocturno… Y también dejan caer lo que falta: albergues intermedios, etapas demasiado largas para quienes ya no tienen veinte años, y la eterna cuestión de los albergues públicos sin un simple vaso desde la pandemia. Cosas pequeñas que, sin embargo, pesan mucho después de 25 o 30 kilómetros.
«Lo que necesita un peregrino es muy básico», me dice Juan Antonio: un sitio para dormir, algo para lavar la ropa y ducharse, y luego comer algo. «Con esas cosas ya no necesita más. Si no comes bien hoy, mañana se te va a hacer muy dura la etapa. Te bajan los niveles de azúcar y puedes encontrarte..»
Y, cuando habla de comida, sonríe: ¿Y tú con qué te quedas de nuestra tierra? «A mí, con el pulpo que me he comido este mediodía». Qué bueno… porque fue a feria. Y además, está buenísimo.
Juan Antonio observa que cada camino es distinto: incluso el famoso Camino Francés, masificado, no se parece al Camino de Invierno. “Cada camino tiene su qué. Empiezas hoy aquí y es una cosa, lo empiezas mañana y es otra. Hoy llueve, mañana hace sol. Depende de lo que te pase, vas a valorar el camino”.
Y añade: «El peregrino busca un rato andar solo, un rato acompañado. Llegar al albergue y hacer una cena comunitaria, relacionarse, ver un claustro bonito, un museo que tenga la ciudad, comer un producto de la tierra, beber un vinito. Eso es lo que busca».
Peregrinos, turigrinos y tocigrinos
Juan Antonio también reflexiona sobre los distintos tipos de personas que se cruzan en el Camino. «Hay peregrinos de todos los tipos. Algunos vienen por promesas, otros en búsqueda personal, algunos a esconderse. Es peligroso si te inhibes de lo que tienes allí y te quedas aquí. Hay quienes viven en el Camino, de albergue en albergue, y dejan de ser peregrinos para ser transeúntes».
Luego habla de los “turigrinos” y los “tocigrinos”: El turigrino hace turismo: va en bus, toma fotos, disfruta pero de forma superficial. El tocigrino deja el albergue hecho una guarrería, tira latas y colillas. «Si no sabes la vida de alguien, no puedes juzgarlo», dice, recordando cómo el Camino le enseñó paciencia, respeto y humildad.
La espiritualidad del Camino
Más allá de la logística, Juan Antonio habla de la transformación interior que provoca: «Yo fui para caminar, y sin embargo me encontré con una espiritualidad que nunca pensé que tuviese. El Camino te abre ventanas y puertas, y conoces cosas que no conocías».
Cada peregrino deja algo en él y se lleva algo de él. Cada árbol abrazado, cada piedra tocada, cada cripta visitada y cada presencia sentida se convierte en memoria y aprendizaje.
Por esas historias del Camino
Juan Antonio, además de hospitalero, ha sido peregrino y tiene historias que parecen de película: broncas con hospitaleros en Foncebadón, rescates improvisados de compañeros brasileños agotados, encuentros inesperados con personajes vestidos de época, y hasta casualidades que conectan su vida con la de artistas como Serrat en Viana.
Recuerda, por ejemplo, la confusión de una “Pamela” que resultó ser un hombre en ropa de mujer, o la experiencia de ayudar a un peregrino tirado al suelo porque ya no podía más, ofreciéndole un producto llamado Glucospor que le devolvió la energía. También las noches en Santo Domingo de la Calzada, bajando a criptas solitarias y sintiendo presencias que le erizaron los pelos.
Y en Padrón, paseos por cementerios buscando la tumba de Camilo José Cela, guiado por nuevos amigos y siguiendo pistas que solo el Camino podía ofrecer. Cada anécdota, dice, es una enseñanza: “No son casualidades. Creo que hay algo más ahí”.
Historias que mezclan aventura, humor, sorpresa y espiritualidad, y que muestran que cada paso del Camino tiene su propio relato, a veces increíble, a veces revelador, siempre inolvidable.
El Camino, un regalo compartido
Juan Antonio ha sido hospitalero en Zamora, Salamanca, Santiago… pero habla de cada lugar como quien recuerda a un hijo distinto. Y quizá ahí esté la clave de por qué vuelve cada año, de por qué deja su casa y su rutina para instalarse durante días en un albergue humilde al borde del Camino de Invierno. Porque cada peregrino trae una historia, cada plato tiene una intención y cada sello estampado es un pequeño acto de acompañar sin invadir.
En A Rúa, el hospitalero cambia, sí. Pero mientras existan personas como Juan Antonio, el espíritu del Camino seguirá apareciendo cada tarde, cuando se abre la puerta del albergue y entra un peregrino con los pies cansados y el alma más despierta que nunca.





