
El Día de Todos los Santos no faltaba en las casas de Valdeorras unas castañas asadas a la salida del cementerio
Cuando era pequeña había muchos días especiales en mi vida y todos ellos estaban relacionados con las reuniones familiares: la Nochebuena, Fin de año, la matanza, Viernes Santo y por supuesto, el Día de Todos los Santos, en el que no faltaba un buen magosto.
El 1 de noviembre era si cabe más especial porque la reunión familiar se hacía en la bodega. Todo comenzaba unos días antes con la limpieza de la sepultura. De pequeña acompañaba a mi madre y cuando ya fui más crecidita íbamos las niñas del barrio todas juntas: “la” Elenita —los nombres en esta zona empiezan todos por la o el—, la Pepita, la Manolita… El trayecto al cementerio siempre duraba más de lo previsto, por el camino de apenas un kilómetro, no era raro entretenerse un par de veces. Llegado el Día de Santos la comida se ponía un poco antes en la mesa para que nos diera tiempo a arreglarnos como la ocasión lo merecía. Casi siempre se estrenaba el abrigo o la gabardina, aunque hiciese un sol y un calor que ríete tú del veranillo de San Miguel.
Besos a los que venían de fuera y a la familia que hacía escasamente unas horas que habías visto. Rezos y más rezos, hasta que llegaba el cura con su hisopo y bendecía la sepultura, entonces los pequeños ya podíamos salir a jugar a la puerta del cementerio o más mayores al Toural. Los mayores se quedaban un buen rato hablando en el cementerio después de haberse marchado el párroco y es que, Santos era todo un acontecimiento social.
Luego venía lo bueno, todos a merendar a la bodega. El menú; unos chorizos cocidos en vino al amor de las brasas en las que luego se asarían las castañas. No faltaba el jamón o la cecina que, de normal cortaba el tío Sesito, la leche frita, el bizcocho. Con el paso de los años en las brasas se asaba panceta aunque, lo que más nos gustaba a todos era el «touciño» al espeto. Un trozo de la blanca grasa del cerdo ensartada en la vara de una vid a la que previamente se le había hecho punta con la navaja.
Al finalizar la merienda y ya de noche lo suyo era jugar al escondite con los primos, y los hijos de los amigos que también se apuntaban. Los mayores contaban historias y reían, reían mucho. Cantaban cuando el vino ya había hecho sus efectos y se perdía la vergüenza y hasta usaban las cubas como bombo y el «fachizo» como maza. Chistes que hacían sonrojar a las mujeres y alejaban a los más pequeños, que no sé por qué, porque nosotros no entendíamos nada.
Días en reunión, días para las familias y para el recuerdo. Hoy ya no queda nada de aquello pero, hoy tampoco se fue al cementerio. Lo que si comimos fue unas castañas asadas en una sartén como recuerdo de unos días felices, aunque realmente no fuera un magosto.