
Resulta curioso que, de toda la vida, hayamos tratado tan mal a una acción como es la de aburrirse, yo el primero. Sin embargo, haciendo saltos hacia atrás, al estilo de la rana draytoni; veo que sí, que me he aburrido mucho, y en la etapa infantil si cabe más.
Me ha sorprendido ese detalle, pues a la hora de buscar entre los recuerdos, tal vez sean esas jornadas de fin de semana en la calle chutando continuamente un balón, o jugando a juegos colectivos, los primeros que vienen a mi encuentro para decirme: “¿Tú aburrirte? Si no parabas. Si te gustaba más la calle que a un semáforo”.
Pero sí, tanto yo como la gran mayoría de nuestra generación, nos hemos abandonado en algún momento al aburrimiento. Y eso, tal y como escuchaba hoy, a un psicólogo infantil en un programa de radio, no es malo. Fomenta la creatividad. Crea vías de evasión.
El aburrimiento, yo lo definiría como la antesala de la actividad. Como si de repente te dejasen en el desierto… solitario, sin ninguna distracción durante horas, que no sean las que a raíz de ese instante nazcan. ¿Qué puedes hacer? Pues desde contemplar o reflexionar, a infinitas cosas, como por ejemplo: atrapar puñados de arena y ver cómo escapan, acariciando tus dedos al abrir la mano. O achinar los ojos para verlo todo anaranjado (no es recomendable).
Escudriñando con la lupa objetiva del paso del tiempo, me he dado cuenta que sí; que cuando mi abuelo me privaba de toda una tarde de bicicleta y partido de fútbol en el campo de la fiesta de mi pueblo: A Pena Folenche, para ir como invitados los dos, a casa de los parientes de San Lorenzo… me estaba regalando un somero aburrimiento veraniego; era el único rapaz. Pero al mismo tiempo, igual estaba poniendo a mi disposición las herramientas necesarias para que yo me crease válvulas de escape.
En esas visitas, con un palo que encontraba por ahí, me dedicaba a dibujar esferas en un camino e iba controlando el paso del tiempo, o eso creía, pues nunca tuve la certeza de que la sombra del palo marcase la hora correcta.
También experimenté que lo de Superman era un fraude. Que con la el jersey de capa… no volaba. Menos mal que aterricé en un palleiro, porque… el vuelo era de altura y en picado, mientras los comensales entraban en la fase: «pasteles y licores».
Luego volvías de nuevo a A Pena, y acudías ansioso a que los otros te contasen qué habían hecho, cómo había quedado el resultado del partido diario… ¡Ah! Y también el episodio del «Coche fantástico (Kit)».
Aparte de esos dos meses que pasaba al año bajo la «tutela» de mi abuelo; era mi madre, la que durante el resto del año, de forma intermitente, incitaba a que mi hastío se plantase delante de mí y me dijese: «Hoy no, esta tarde no hay partido en la Avenida con el resto de tu pandilla de pantalones con rodilleras y dedos asomando por la puntera de las Tórtolas».
Y así, la Remedios, sabedora de mi formalidad; me llevaba a casa de su prima de Les Corts. Allí me aburría hasta la extenuación mientras ellas hablaban de la gente del pueblo —del bajo Aragón en este caso— y detalles similares.
En un salón que parecía sacado de la serie de la señorita Fletcher. Divagaba yo, en qué momento de despiste podía acceder al segundo piso de la caja de galletas, y mermarla de las que estaban envueltas de papel —las bañadas de chocolate—.
En aquella casa, como en la de los parientes de San Lorenzo, de San Fiz, De A Espasa, etc… nunca había niños. Bueno, en la de mi tía de Les Corts, estaba un primo mayor al que no veíamos porque siempre estaba estudiando. Al final fue catedrático, cosa que no me extraña. ¡Qué palidez tenía! Yo le llamaba mi primo «Drácula».
Pero ahora, le doy mil gracias a que fuese yo el único crio en aquellas reuniones. Además de aprender a hacer que no escuchas, acabas recopilando una lista de «casos» que decía el Silverio —mi abuelo—, que luego han servido para alguna que otra escena literaria.
Resumiendo; que aburrirse debería estar prescrito. No mucho, ¡eh!. Pero algo al día sí. A veces, el dejar la mente en blanco, recorrer el entorno con la mirada contemplativa y no decir nada durante unos minutos —pocos, insisto—, es algo esencial. Porque a lo mejor, sin que nos demos cuenta, es la patada que agita el avispero de nuestras ideas, reflexiones, y demás.
Cuando un niño diga que se aburre… no tiene por qué ser algo malo. La sobreestimulación a la que actualmente están expuestos; llámese móvil, tablet, etc… es mucho más nociva que dejarse acunar un rato por el aburrimiento. Bueno… ahí tenemos que incluirnos los adultos también, porque el aburrimiento no entiende de edades.
Ande o no ande, me aburro a lo grande.