Hace un par de meses, en una celebración familiar, departíamos en la mesa sobre la relación especial que se crea entre abuelos y nietos. Y lo hacíamos, rememorando a los seres que ya no están con nosotros, y a ese cambio de registro que el título de abuelos les supuso.
Yo, que tengo el defecto o la mala virtud de estar observando continuamente lo que ocurre a mi alrededor, suelo fijarme especialmente cuando veo a algún abuelo/a con un nieto/a, y, es cierto, la conexión que de ahí se genera, es distinta a la que se puede crear con sus padres.
Existe tal vez una complicidad mutua, pero también un código no escrito en el que por ambas partes se alumbra a ese niño que todo el mundo debería tener y conservarlo a lo largo de toda la vida. Ese infante, que según vaya cumpliendo años, verá como el tiempo se le antoja exiguo y fugaz.
Por eso, siempre les estaré eternamente agradecido a mis progenitores por todos esos momentos que me regalaron con mis abuelos –a los que conocí, claro–.
Con mi abuela Manuela fue siempre una relación de pocas palabras, pero muchos gestos. Guardo de ella el recuerdo de su nobleza aragonesa; de verla leyendo o haciendo ganchillo, y aquella comedida actitud que transmitían sus silencios. A veces, pienso en su valentía, porque ser viuda de capitán republicano –de casta me viene mi poca simpatía por lo monárquico… entre otras cosas diestras y siniestras– y el tener que dejar su tierra por ello, tuvo que ser muy doloroso.
Siempre dijo de mí que era un niño muy bueno. Y ese aspecto, lo achacaba a que cuando venía a casa a pasar unos días, servidor dormía en el suelo por la falta de espacio. Eso, tengo que aclarar que ni me hizo bueno ni sacrificado, sino comprensivo con las circunstancias y obediente ante mi posición en la jerarquía familiar.
Con mi abuelo gallego la relación era especial. Ya de pequeño teníamos un lenguaje propio. Para él, yo era “O neno”, y él para mí “Bebé”. Con él iba cuando me desaté –literalmente– del carrito y comencé una carrera contra la fuente de la Sagrada Familia. Sí, mi tabique y mi dedo torcido se lo debo a la obra de Gaudí y a mí no saber frenar a tiempo.
Con mi abuelo Silverio convivía dos meses al año en A Pena Folenche –yo tengo pueblo y se llama así– y la conexión a la que hacía antes mención, cobraba en esos sesenta días vida. Íbamos a ver a las orquestas a las fiestas, a segar, a las patatas, etc. Cada día, antes de anochecer me dejaba ir a buscar al burro para llevarlo a beber a la fuente. Y me consta, que cuando mi hermana y yo nos volvíamos a Barcelona… la soledad y la pena se cernían otra vez sobre su día a día.
Cuando la demencia senil le acechó, tuvo que venir con nosotros a vivir, en la gran ciudad. Allí, por las tardes, nos hacíamos compañía. Él estaba conmigo y yo supuestamente le tenía que vigilar. Y puede que ahí, sí que fuésemos los dos ese niño que cierra el círculo de la vida: el de la infancia y el de la vejez.
Mi misión en aquellas horas en las que hacía los deberes acompañándole, era que no se fuese a la calle y que no quemase el pañuelo acercándolo a la estufa –una manía muy suya–. Pero una tarde, recuerdo que en vez de preguntarme por enésima vez que cuándo iríamos A Pena, de repente… se puso a llorar. Le pregunté qué le pasaba, y me contestó que se acordaba de la abuela. Así de escueto. Mordí la parte roja del Staedler y… me quedé pensativo viendo a Kiko Veneno haciendo de Frankestein en la vieja Telefunken.
Desde aquella tarde, le dejé que acercase el pañuelo a la estufa eléctrica y no me chivé nunca, porque él, se llevó a la tumba el secreto también de que “O neno” veía “La bola de Cristal” mientras se le atragantaban las operaciones matemáticas.
Cosas de nietos y abuelos.
