
El insulto, sí… es algo feo, que, a mí, sinceramente, cada vez me cuesta más aceptar, pero… me atrevería a afirmar que, seguro que todos nosotros –los mortales–, ya fuese en una discusión, ante un abuso, inmersos en una contienda de cualquier tipo, etcétera, hemos propiciado voluntariamente que de nuestra boca saliese un insulto.
Los insultos por sí mismos pueden ser graves, menos graves, e incluso graciosos. Y es que, en muchas ocasiones, para faltar el respeto, no es necesario emplear un agravio, ni mucho menos. Se puede recurrir a una conducta o gesto y ser esto tan ofensivo o más si cabe.
Insulto proviene etimológicamente del latín, concretamente de insultare, y deriva en asaltar y desafiar.
Por así decirlo, crecemos escuchando insultos; en la calle, en los medios, etcétera. Se insultan los políticos, los deportistas, en los estadios, etcétera. En algunos casos incluso, se corea el insulto al unísono entre la multitud, haciéndolo más estruendoso, y a su vez, más ofensivo.
Sin embargo, el tono a la hora de pronunciar el insulto le puede dar un significado u otro. Porque, a fin de cuentas, ¿quién no ha insultado a una de sus amistades cariñosamente?
Yo, recuerdo que tuve un maestro que nos hacía decir palabrotas cuando sustituía a otro colega suyo. Y entre risas e infantiles manos tapándose las bocas, no hacíamos otra cosa que pronunciar unas palabras con las que tendríamos que lidiar en el mundo adulto tarde o temprano.
A lo que voy, es que, para herir a una persona, en muchas ocasiones, no es necesario recurrir a la injuria. Existen otras formas más dañinas y ruines que el mero desahogo de un: eres un/a…
A mí, por ejemplo, me hacía bastante gracia contemplar y ser testigo de alguna discusión en aquellos veranos de niñez en Terras de Trives. Éstas, solían darse en la cantina –sí, Pena Folenche llegó a tener no una, sino dos cantinas– y allí, la chispa a veces prendía alguna que otra contienda verbal, entre las cuales se hacía hueco algún que otro insulto, fruto de la crispación.
Por eso, no era raro que, en septiembre, ya sentado en la mesa redonda de un bajo de la Ciudad Condal, les contase a mis padres que fulanita le llamó cadela a menganita. Y que posteriormente su marido al de la otra carallán.
Aunque debo confesar que, ahora, cuatro décadas y algunos años de tiempo añadido, me escudo tras la cortina del tiempo con una sonrisa barnizada de melancolía y buenos recuerdos al rememorar aquellos momentos.
Eso sí, la palma se la llevaban las vacas de Corona y Germán. Me explico: Al menos una vez a la semana, durante aquellos veranos, me iba con ellos por la tarde al monte, a llevar a las vacas. Y aquel “a p… que te pariu” con el que reprimían al ganado por desviarse del camino marcado, era repetido en voz baja por aquel niño tan prudente. Luego, lo contaba en casa y… hacía gracia, aunque me advertían que eso no debía repetirlo, que para eso había que ser adulto. Porque como señalaba anteriormente, todo depende del tono y del contexto, simplemente.
Entre mis reliquias literarias, se encuentra una que llegó a mis manos hace años, de casualidad. Se trata de “El gran libro de los insultos” de Pancracio Celdrán Gomariz, que no deja de ser un tesoro etimológico de la vida de los insultos y de su procedencia.
A lo largo de sus páginas, se puede disfrutar del origen, dependiendo de la situación geográfica de cada uno de ellos. En ocasiones, se afina tanto que se explica su nacimiento en zonas muy concretas.
Para hacerse una idea, unas muestras literales de esa joya serían: Pajariquero. En Aragón: sujeto voluble, soñador e iluso que se hace composiciones de lugar ajenas a la realidad. O… zangonango. Según Corominas, es voz de origen portugués o gallego, en cuyas lenguas significa maula que busca excusas para no dar golpe. Carlos Arniches, en El amigo Melquíades o por la boca muere el pez (1914), hace este uso del término.
Así que, no está de más señalar que los insultos, al igual que las acciones, cobran vida y significado –ofensivos o graciosos– dependiendo del contexto en el que se empleen.
Porque a veces, el silencio o mirar hacia otro lado ante injusticias que suceden delante de nuestras narices cada día, ya sean a dos pasos de casa, a kilómetros de ahí, dentro del Congreso, o… en Palestina, por situarnos de alguna manera, hieren más que una ristra de improperios soltados a la carrera.