
El silencio fue lo que más impresionó a Tania Rodríguez. Sentados a la orilla del camino, los vecinos miraban cómo las llamas devoraban San Vicente de Leira. Nadie hablaba. Solo el fuego, inmenso, rompía el aire. «Recuerdo ese silencio, de nadie diciendo nada, que me estremeció el cuerpo», explica todavía con un nudo en la voz.

El día anterior había visto cómo el incendio se acercaba desde Cernego, pero el viento parecía desviar el peligro. Volvió tranquila. A la mañana siguiente, sin embargo, el fuego descendía con rapidez hacia la aldea. Subió con la intención de convencer a sus tíos para que se marcharan ao Barco de Valdeorras.
No lo consiguió. Cuando trató de regresar más tarde, la Guardia Civil ya le había cortado el paso. Dentro quedaban familiares y vecinos atrapados entre llamas que entraban por arriba y por abajo. «Era como una ratonera. Ellos no percibían que estaban rodeados», recuerda.

Elisa Sánchez, presidenta de la asociación de vecinos, vivió la tragedia desde la distancia forzada. Ese fin de semana, el fuego también cercaba su casa en O Barco, y pasó horas sin comunicación, sin saber qué ocurría en San Vicente. Cuando logró hablar con su primo, este ya estaba evacuado en el pabellón de Vilamartín. No sabía —o no quiso decirle— que el pueblo estaba prácticamente arrasado. «Al día siguiente subió mi hermana y vio lo que había: nuestra casa quemada, la de mis tíos también, la de mis abuelos… Solo se había salvado una parte mínima», cuenta.
Las pérdidas no se limitan a las viviendas. Se fueron con el fuego las huertas, las cosechas, los animales, las herramientas y las cuadras que daban vida al lugar. «No era solo una casa, era un modo de vida», subraya Elisa.
La asociación de vecinos, creada en 2017 para organizar fiestas y mantener la unión, se ha convertido ahora en el motor de la reconstrucción. Apenas unos días después del incendio, los socios se reunieron en la escuela para decidir cómo actuar: pedir asesoramiento jurídico para tramitar ayudas, reclamar apoyo psicológico para quienes aún están en shock, organizar la retirada de escombros antes de que las paredes desplomadas causen nuevas desgracias.

La reivindicación es clara: carretera, agua e infraestructuras. Sin acceso seguro y sin un caudal que permita tanto regar como defenderse de otro incendio, dicen, San Vicente quedará vacío. La carretera de emergencia abierta por el concello hace unos meses, permitió escapar a tiempo. «Si no hubiera estado, habría habido víctimas», asegura Tania.
A la dureza del presente se suma el temor a los saqueos. «Nos recomiendan que no entremos en las casas porque es peligroso, pero otros sí se arriesgan para llevarse chatarra», lamenta Elisa. También preocupa lo que pueda traer septiembre: lluvias que arrastren lodo sobre un terreno sin vegetación.
Aun así, la voluntad de seguir está intacta. Lo demostraron en la manifestación convocada días después del incendio. Fue, a la vez, un acto de protesta y de desahogo colectivo. «Necesitábamos vernos, hablar, llorar juntos. Un poco de terapia entre todos», dice Elisa.
Mientras tanto, han abierto un perfil en Instagram —@Sanvicenteleira— desde el que informan de cada paso y mantienen un crowdfunding activo para recoger aportaciones. «Todo aquel que quiera colaborar, allí puede ver cómo estamos viviendo este proceso», explica Tania.
Porque San Vicente de Leira, repiten, estuvo vivo, sigue vivo y quieren que continúe vivo. La esperanza de quienes lo perdieron todo se sostiene en algo tan básico como el deseo de regresar, de recuperar lo que el fuego arrebató en unas horas, y de que las generaciones más jóvenes puedan volver a disfrutar de un lugar que hoy resiste gracias a la memoria y a la unión de sus vecinos.
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