
Siempre me ha resultado una tarea bastante complicada deshacerme de objetos que han significado algo en mi vida. Ya sé… pero no, no padezco una especie de síndrome de Diógenes; sino que se trata de un autoproclamado apego hacia ciertos objetos, el cual, con el paso del tiempo se va haciendo más extensible que la goma emocional del tirachinas de nuestros propios recuerdos.
Este tema, lo comparto con alguna de mis amistades, como por ejemplo con mi buen amigo de Anguieiros Xosé Manuel Fernández. Es más, no será la primera vez ni la última que hacemos exposición mutua de reliquias futboleras de la década de los ochenta, como pueden ser cromos, chapas con las caras de los jugadores pegadas, etcétera. Además de números de publicaciones culturales ya desaparecidas en el tiempo.
Para los que nos encariñamos con objetos que, por lo que sea, nos escoltan en silencio y sin dar faena alguna a lo largo de nuestra vida, se nos hace un mundo ese camino hacia el contenedor más cercano; portándolos dentro de una bolsa de basura, en lo que viene a ser su propio corredor de la muerte, y yo… uf, el verdugo.
Sí, en mi caso, puedo afirmar orgulloso que tengo un bote metálico de cacao –omitiré la marca– y que ha hecho todas las mudanzas conmigo. De aquí para allá, ha cruzado barrios, provincias y autonomías. Y espero, que a la frontera del más allá también me acompañe.
El valor sentimental de dicho bote, es equiparable al de algunas reliquias musicales que ocupan mis estanterías –dedicadas personalmente–, puesto que, cada objeto que habita en su interior, tiene una historia o no, pero si ha estado tantos años ahí… ¿Se merece ir a parar a la basura? Pues tajantemente… ¡No!
Seguro que os preguntaréis qué custodia ese bote. Pues ya lo he dicho, nada relevante ni que utilice a menudo. Cosas. ¿Qué cosas? «As nosas cousas».
Así, a bote pronto, recuerdo que, por decir algunos objetos, en el interior del bote viaja un llavero que compré un día de feria de la mano de mi abuelo en Pobra de Trives. También, una pelota de plástico naranja del Subbuteo, al que confieso que no juego desde que cumplí diez años, aunque anualmente pase revista. Una llave para ajustar los frenos de la bicicleta de infancia, con la que hacía de Halcón Callejero por cada rincón de A Pena Folenche. Incluso, una funda de las tarjetas del suburbano barcelonés… alguna moneda de cinco duros… etcétera.
¡Ah! Que no se me olvide: una carta del tres de bastos que en 1992 rescaté del adoquinado de la calle Avinyó, y que… ahí está, sin que me pida explicaciones del motivo de ese rescate, ni por mi parte, de qué tapete y partida se fugó ayudada por la brisa marina.
Confieso también, que con el tiempo vas haciendo de tripas corazón y te despegas de algunas cosas. Eso sí, cerrando los ojos mientras les dictas sentencia. No es fácil condenarlas a ese viaje al vertedero. Aprendes a no conservar todo, vale… pero es evidente que, tanto los recuerdos, como nuestra gente… e incluso nuestras raíces, van adheridas a nosotros, sí… pues que no nos duelan prendas en reconocer que los objetos también.
Y no se trata del precio que pueda tener ese objeto, ni mucho menos. El tema es más sencillo –todo es más sencillo, que decían los Leño– y se escapa de lo que te costó o dejó de costar.
La cuestión, es el valor que posee un simple vaso de la última noche del verano trivés del 1992, o dos jarras míticas que partieron del corazón de La Rambla y que contemplo cada día al sentarme en la mesa, cual trofeo olímpico, etc. Hasta un libro encontrado en el césped de un jardín con todas las obras teatrales de Cervantes… o esa tuerca del futbolín de un determinado bar, que durante los años de juventud hizo de segundo hogar, que es algo más que una casa, que no se nos olvide.
Por eso, me aferro al apego que se les tiene a ciertas cosas como el que lo hace a un clavo ardiendo. Y motivado por ello, cada año me llevo de Os Sequeiros una castaña que yace en el suelo, o un palo diminuto, o una piedra. Y eso, tan insignificante para muchos, me sirve para saber que en el bolsillo interior de mi curtida mochila me acompañan, los días de lluvia y de sol… todos y para siempre.
Recuerdo que, hace años, al morir mi padre, encontramos en el bolsillo de su chaqueta un trozo de madera de la galería de casa. A mí no me extrañó, porque yo también, cuando la morriña me lleva a dar un paseo por el recuerdo de la gente que ya no está con nosotros, o de nuestro lugar en el mundo –Pena Folenche en mi caso–… tocar por un momento esa castaña seca o ese trozo de madera que saco de la mochila… me conectan con el mundo… mi mundo interior. Bastantes mandos y objetos tecnológicos tenemos ya en nuestra vida, y… sin vida, como para no apreciar esos detalles tan sencillos y cargados de simbolismo.

Hace poco, otro amigo, berziano de pro, me hizo llegar una foto captada por su móvil. La instantánea me pareció impactante. Se trataba de una figura del hidalgo don Quijote de La Mancha y su fiel escudero Sancho abandonados a su suerte a los pies de un contenedor, junto con otros objetos, que Alfredo –Fredi para los amigos– tuvo el acierto de inmortalizar.
Uno, que le da más vueltas a sus reflexiones que la dinamo que rozaba la rueda de aquella BH de mi niñez; empezó a hacer sus suposiciones: ¿Qué clase de nuevo inquilino lanzaría la estampa de Alonso Quijano a la basura? ¿Algún propietario sin escrúpulos que se deshace de los objetos de decoración del lector empedernido y solitario del tercero A? ¿Los familiares sin escrúpulos que ponen el piso en venta de la tía solterona recién fallecida? No sé. Francamente no lo sé, pero dale perico al bombo, dale.
Una imagen tan dantesca y cruel, que da para una reflexión futura, y artículo no menos crudo si cabe:
¿Está siendo abocada la cultura a la basura?
¿O puede que se haya aupado tanto a la tele-basura en nuestra sociedad que lo que prime en los hogares sea otro tipo de (in)cultura?
¿Más decorativa y con menos decoro tal vez?