jueves. 28.03.2024

Valdeorras y la siega

Llegaba el verano y sabía que tenía que partir. Tenía que irse lejos, donde se hablaba buen castellano decía, a ser uno más entre tantos jóvenes que partían a ganarse el jornal. Los inmensos campos de Castilla le esperaban, a él y a otros muchos compañeros, y jornadas de siega de sol a sol hacían cola una detrás de otra hasta que concluía el buen tiempo.

Una vieja y pequeña maleta, portaba en una mano, en la otra, un pañuelo atado que escondía algo de comer para el viaje en tren. Eso era todo. Eran duros los tiempos en los que el siglo XX comenzaba, y las familias dependían de aquellos segadores que a la vuelta del verano, traían consigo el sustento para los meses de invierno. Muchos fueron los gallegos que trabajaron, fouce en mano, los grandes territorios de Castilla, Navarra, La Rioja, incluso la zona de la Maragatería y el vecino Bierzo.

Él contaba que su gran baza era entender y hablar castellano. Los tratos en el campo podían terminar en engaño del gallego que no sabía defender el jornal acordado frente a un avaro patrón que utilizaba la inexperiencia y falta de entendimiento como aliados. En cuestión de segundos podía reducir la ganancia pactada y con ello, poner en peligro la supervivencia de una familia valdeorresa que tenía que hacer frente a un duro invierno de montaña.

Pero él sabía negociar. La astucia, además de la sorna que le caracterizaba, envolvía aquella conversación que había comenzado amenazante, convirtiéndola en acuerdo por ambas partes. «Os galegos non eramos tolos» decía, «eramos pobres e non falabamos coma eles». Y concluía entre risas diciendo: «Pero cando un galego negociaba en castelán, o negocio estaba feito».

Eran tiempos de supervivencia, de comer y dormir en el campo castellano, historias de una vida distinta de la que nunca se olvidó, porque nunca olvidó un detalle. A sus noventa y muchos, hasta las cuentas que hacía el patrón era capaz de recordar. Pero al final, eran historias duras, que incluso a veces hacían daño de nuevo, así que enterraba el recuerdo que su mente inquieta se empeñaba en reavivar. Y lo hacía cantando canciones de la siega, canciones que aliviaban el dolor, aunque empañaban su mirada.

Aquellas canciones que me cantaba, sentado a la vera de la cocina calefactora de su casa, cuando pasaba horas sentada a su lado escuchándole. Lecciones de vida, de la que le tocó vivir, que abrazó con orgullo gallego y dignidad forjada día a día en el campo.

Raquel Cruz

Valdeorras y la siega