domingo. 15.06.2025

Que nos quiten lo leído

El escritor Juan Álvarez López «El Letrastero» reflexiona este mes de abril sobre la lectura y los libros «agilipollándose» de pleno y «entre metáforas y convicciones propias, que le sigan llevando a otros mundos; siempre a bordo de la combinación de letras que den sentido a todo lo que no lo tiene»

No hará ni un mes que, enfrascado en un debate con un compañero de trabajo acerca de lo que a mí me parecía una salvajada: concretamente, la alimentación forzosa del pato, para que así, su hígado engordase mediante un método muy atroz. Y de tal forma que, después, se pueda elaborar el archiconocido foie gras (hígado gordo).

Bueno, pues esta persona, defendiendo su postura ante la mía, sacó una conclusión que me dejó… petrificado, anonadado… o más bien abrazado a la conclusión que saco a veces en petit comité acerca de la humanidad; que no es otra que esa frase que popularizó el gran Fernando Fernán Gómez: ¡A la mierda!... Nos vamos a la mierda (añado).

Bien, a lo que iba… el comentario de ese humano literalmente fue el siguiente:

                ­–Eso de lo del foíe gras que tú dices… son cosas de los animalistas. No hay que ser tan estricto. Esto es como el que lee mucho… ya sabe lo que le va a pasar… que se queda gilipollas de tanto libro.

Ahora mismo, que no me saco de la cabeza esa frase, y aprovechando que estamos en la época del año en la que celebramos el Día del Libro y se abre la temporada de ferias literarias, voy a agilipollarme un poco, pero entre metáforas y convicciones propias, que me sigan llevando a otros mundos; siempre a bordo de la combinación de letras que den sentido a todo lo que no lo tiene.

A veces, únicamente precisamos tener algo delante nuestro, y así, engullirlo, con la impulsiva necesidad de saciarnos; librándonos de la estampa que nos ofrece la cara lánguida de la zozobra.

En ocasiones, trituramos esos platos con la fugacidad compuesta de ingredientes alfabéticos.

Evidentemente, en el momento justo en el que pasamos la última página, hacemos balance de lo asimilado. Si nos ha gustado o no. Si nos hemos empachado, o, por lo contrario, ha resultado una experiencia tan satisfactoria que, a partir de ese momento… esa historia, ficticia o no, permanecerá en un rincón de nuestra mente, ocupando un espacio proporcional a esa huella que nos haya dejado en ese camino por el que transitamos, desde la primera página hasta el punto y final del epílogo.

Siempre me ha gustado observar los lomos de los libros en las estanterías. Es como si me mirasen de refilón.

La lectura tiene esa fuerza irrefrenable de disparar la mente de cada persona. Está claro que, cuando compras un libro, o te lo prestan –la vida que tienen los libros prestados que decía el gran Enrique Villarreal–  no solo estás comprando el tiempo que su autor ha empleado en escribirlo, sino algo más… algo mágico.

Es… como cuando sientes la necesidad de sonreír, y lo haces con propios y extraños. ¿Por qué? Porque transmitir algo es ilusionante, sí, pero sentir esas ilusiones de vuelta con la gratitud bajo el brazo, pueden ser tan gratificantes que, a los que surfeamos por las olas de la timidez, nos abruman y sonrojan a partes iguales.

Hace un año, en una agradable charla con la periodista Valdeorresa Antonia Prada y el profesor manchego Anibal Daniel López-Tello, me refrescaron la memoria con los personajes de mis novelas. Y sinceramente, me di cuenta que, la paternidad de todos ellos, inclusive la de los malos muy malos, que al igual que en la vida real, también existen –¿Se nota que estoy mirando el telediario de soslayo?–  me correspondía a mí, o mejor dicho a mi inventiva, aunque nunca repare en este detalle (sigo teniendo mucho déficit de ego).

Por eso, debería hacerle caso algo más a la imaginación, sí. Y aunque en la última novela resucité a algunos –excusas– no descarto salir de vez en cuando a tomarme una cerveza telepática con Iván, Félix, Jacobo, Ruth, Josito, Inma, Justo, Raquel, etcétera.  Y también darme algún que otro paseo con Walesa a ver vestigios romanos por Terras de Trives.

En su primera novela (“La Hojarasca”), escribió Gabriel García Márquez lo siguiente: “Creí que un muerto era una persona quieta y dormida, y ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después de una pelea”.

Ojalá, sigamos percibiendo en los libros que permanecen inmóviles y tranquilos, esa vida llena de situaciones que nos recuerden que nuestra mente sigue girando.

Por eso, hay que darle un empuje a nuestra capacidad de soñar en cada volteo de página. Animando a que nuestras lecturas no se detengan, así como nuestros latidos.

Felices libros que nos hacen libres.

Que nos quiten lo leído