
Una de las cosas por las que se caracterizan las vacaciones, o, mejor dicho, los regresos a esos paisajes y pueblos que adornan nuestra infancia cual guirnaldas de felicidad, son los reencuentros con las amistades de entonces.
Con el paso del tiempo, compruebas que, pese a que la vida nos ha ido limando de similar u opuesta forma, seguimos (o eso quiero pensar) siendo aquellos jóvenes que oxigenaban sus veranos entre bocanadas de sonrisas; desprendiéndose de sus ingenuos sueños, ante las dentelladas con las que el presente nos despojaba de nuestras vergüenzas.
Está claro que el paso del tiempo es lo que va dando forma a nuestro existir. Las erosiones de las cuatro estaciones anuales son como nuestras señas de identidad, a la vez que, cada cicatriz nos otorga de por sí el reconocimiento de veteranos de la propia vida. Podría tratarse de una batalla, sí, pero cuando cesa la contienda, es cuando te das cuenta de que al fin y al cabo pasábamos por aquí, que diría Luis Eduardo Aute.
Reflexionar hasta estar en paz contigo mismo y… con tu espíritu también (¿por qué no?) es lo que te permite seguir mirando de soslayo a tu sombra, notar como los rayos del sol envuelven el camino por el que cada mañana tu niñez te lleva en volandas hasta Os Sequeiros. ¡Ah! Qué no se me olvide… qué sensación más satisfactoria es plantarte allí mismo con las gotas de sudor esprintando frente abajo.

A un servidor, le gusta volver a reencontrarse con la gente, su gente… la buena gente. Aunque siempre, me impregne ese sentimiento de “no me los merezco”. La verdad, es que, sentirse acompañado en esas presentaciones, que todavía considero que me vienen grandes, y en las que mi ser se deja llevar abrumado por esas personas que se interesan por lo que haces o deshaces, te deja una sensación de deuda eterna hacia toda esa gente, que se me presenta como un débito de gratitud imposible de paliar y mucho menos liquidar.
Por lo tanto, decido dejarles mi pagaré más recurrente y natural: la sonrisa sincera con la que mis labios se expanden. Es mi única moneda; pues una sonrisa nunca se devalúa ni admite un cambio.
Incido en esto último, porque siempre que sigamos emocionándonos en esas calles… y aprendiendo cada esquina, que cantaban Barricada, conservaremos algo de aquella generación que creció entre Naranjitos y Calipos de lima. Entre Petazetas y caramelos de Cubalibre (¡Ojo!). Entre ruedas de bicicletas parcheadas y… etcétera.
Una generación que le quitaba sin preguntar a nadie las legañas a la década de los noventa, mientras ya confraternizaba más con Kurt Cobain que con Cobis y Curros.
Una generación con la que sigue siendo un gustazo coincidir y volver a repetir aquello de: ¿Te acuerdas en Cabeza Grande cuando…?
Una generación de seres racionales, que siguen tomando las raciones en los bares, ¿de A Pobra de Trives? Por supuesto, que no se dude.
Una generación a la que estos lares le siguen insuflando ese oxigeno que limpia los pulmones, tan necesario como vital.
This is my generation que decían otros. Los Who, o The Who. Como prefieran.