El síndrome de la impostora: Cuando la duda eclipsa el logro

El síndrome del impostor: Cuando la duda eclipsa el logro
Muchas personas, la mayoría mujeres, viven sus logros con la sensación de no estar a la altura. Iria Fernández explica por qué ocurre y cómo empieza a transformarse

Hay victorias que sorprenden menos por lo que cuestan que por lo que ocurre después. Ese momento en el que deberías sentir orgullo, pero aparece una duda que se cuela sin pedir permiso. Una voz interna que repite «no era para tanto», «tuviste suerte», «cualquier otra persona lo habría hecho mejor».

Muchas mujeres —y también muchos hombres— conviven con ese pensamiento más veces de las que confiesan, aunque la presión cultural haga que afecte especialmente a ellas. A ese fenómeno se le llama síndrome de la impostora, un patrón psicológico que lleva a la persona a desconfiar de su propio mérito y a temer que en algún momento alguien descubra que no es tan competente como parece.  

La psicóloga Iria Fernández, del Centro Resiliencia de O Barco, describe este síndrome como una experiencia que no figura en ningún manual clínico, pero que se manifiesta con una intensidad real. Quienes lo viven suelen tener logros sólidos y claros, pero no los reconocen internamente.

En lugar de atribuir el éxito a sus capacidades, a su trabajo o a su preparación, tienden a explicarlo a través de factores externos como la suerte, las circunstancias o incluso la simpatía que puedan generar en su entorno. Esa incapacidad para integrar el mérito propio es lo que sostiene el malestar y alimenta la duda constante.  

Las causas más habituales suelen tener raíces profundas. Muchas personas crecieron en entornos donde solo se elogiaba la excelencia, no el esfuerzo, y donde las comparaciones con hermanos o amigas eran frecuentes. Ese tipo de crianza deja una huella que se resume en un mensaje interior muy claro: «no es suficiente».

Con el tiempo, ese mensaje se convierte en autoexigencia extrema y en una búsqueda permanente de hacer las cosas perfectas, no tanto para brillar, sino para evitar la crítica. A veces, incluso cuando algo sale bien, la reacción inmediata es pensar que «no era tan difícil». Ese perfeccionismo, lejos de impulsar, aprieta. Y cuando se combina con los estereotipos de género —especialmente en entornos profesionales donde las mujeres siguen recibiendo menos reconocimiento y más presión por demostrar su valía—, el síndrome se afianza. A ello se suma la falta de referentes femeninos en muchos espacios de poder, lo que dificulta imaginar que una misma puede ocuparlos.  

El entorno laboral tampoco ayuda: espacios muy competitivos, jerárquicos y orientados a resultados pueden reforzar la sensación de insuficiencia. En lugares donde el error no se tolera y la excelencia es la única medida válida, cada logro se vive como un examen que hay que volver a pasar.

Y cuando no se ve a nadie parecido triunfando, la conclusión suele ser que una no pertenece a ese lugar. Por eso es tan importante visibilizar a las mujeres que llegan lejos: no solo como reconocimiento, sino como una forma de abrir camino a quienes vienen detrás. 

El síndrome de la impostora no solo se piensa; también se siente en el cuerpo y en la forma de vivir el día a día. Muchas personas describen una ansiedad persistente, una sensación permanente de estar a punto de cometer un error que lo arruine todo. A menudo reaccionan sobrepreparándose, revisando una y otra vez cada detalle, como si nada fuera suficiente para estar a la altura.

Les cuesta aceptar elogios: cuando alguien reconoce su trabajo, la respuesta automática suele ser restarle importancia. También aparece la comparación constante con los demás, casi siempre desde la creencia de que los otros sí están preparados y una misma no. En algunos casos, la consecuencia es evitar oportunidades que podrían impulsar la carrera profesional por miedo a fallar, a no cumplir o a enfrentarse a críticas.

Incluso hay quien admite tener la sensación de estar engañando a todo el mundo, como si su vida profesional fuera una especie de fachada que en cualquier momento podría derrumbarse. Ese esfuerzo sostenido por parecer siempre competente puede resultar emocionalmente agotador.  

Cambiar esta forma de mirarse no significa erradicar por completo la duda, porque la duda es humana. Lo importante es aprender a relacionarse de un modo más amable con esa sensación. Iria señala que el primer paso es reconocer el patrón: identificar ese pensamiento de «no soy suficiente» cuando aparece y entenderlo como un mecanismo aprendido, no como una verdad.

A partir de ahí, resulta fundamental revisar la narrativa interna: sustituir la idea de que algo salió bien «por casualidad» por una interpretación más ajustada y justa, como «me salió bien porque me preparé». Se trata de aceptar que el perfeccionismo no es realista y que incluso las personas a las que admiramos también cometen errores y tienen dudas.

También ayuda buscar la validación dentro en lugar de depender de la aprobación externa, y permitir que un elogio sea simplemente eso, un elogio, sin desmontarlo ni justificarlo. Todo ese proceso se sostiene sobre un elemento clave: la autocompasión. Hablarse como se hablaría a alguien querido marca la diferencia, porque nadie le diría a una persona a la que aprecia que no merece su éxito; sin embargo, muchas se lo dicen a sí mismas cada día.  

Comprender este fenómeno implica desmontar un mito importante: el síndrome de la impostora no es una señal de debilidad. Muy al contrario, suele aparecer en personas brillantes, responsables, sensibles y comprometidas con hacer las cosas bien.

Personas que piensan mucho, trabajan mucho y se esfuerzan por estar a la altura de todo. El objetivo no es llegar a ser perfectas, sino ser conscientes de dónde estamos, aceptar lo que ya sabemos y permitirnos seguir creciendo desde ahí. Porque, aunque esa voz interior insista en ponerlo en duda, nadie está engañando a nadie: somos más capaces de lo que a veces creemos. 

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