
Hay días en los que el ánimo pesa más de la cuenta. Esos momentos en los que solo queremos refugiarnos en una manta, mirar al techo y dejar que una canción nos atraviese el alma. Pero lo curioso es que, en vez de buscar melodías alegres que nos levanten, nos sumergimos en temas tristes, como si quisiéramos hundirnos aún más.
¿Por qué hacemos esto? ¿Nos ayuda o nos arrastra más abajo? La respuesta no está en la resignación ni en el masoquismo emocional, sino en el modo en que la música nos ayuda a procesar lo que sentimos. La música es mucho más que sonido: es emoción pura. Su tono, melodía y ritmo activan directamente el cerebro emocional, ese que nos hace estremecernos con una canción sin saber exactamente por qué. Su impacto es tan poderoso que incluso en pacientes con Alzheimer, la música despierta recuerdos y reacciones que parecían perdidas, señala la psicóloga Iria Fernández.
Pero, ¿qué pasa cuando estamos tristes? Según la psicóloga, en esos momentos buscamos canciones que reflejen nuestro estado de ánimo porque nos ayudan a procesarlo. «Cuando estamos alegres, la música puede acompañar esa alegría, pero cuando estamos tristes, la música melancólica nos da una vía de expresión que a veces no encontramos de otra forma», explica.
Es lo que se conoce como «catarsis emocional»: al escuchar una canción que pone palabras a lo que sentimos, liberamos esa tristeza de forma controlada. No se trata de alimentar el dolor, sino de darle una salida.
Otro de los mecanismos que explican esta atracción por la música triste es el sesgo confirmatorio: tendemos a buscar estímulos que refuercen lo que ya estamos sintiendo. «Si estás de duelo, no puedes soportar una canción alegre porque choca con tu estado emocional. En cambio, una canción melancólica te hace sentir comprendido, como si alguien más estuviera viviendo lo mismo que tú», señala Fernández.
Este efecto no se limita a la música. Nos pasa cuando leemos noticias que refuerzan nuestras creencias o cuando nos rodeamos de personas que validan nuestras emociones. En el fondo, buscamos que el mundo exterior se alinee con nuestro mundo interior.
Paradójicamente, la música triste también puede generar bienestar. Al escucharla, nuestro cerebro libera dopamina, el neurotransmisor del placer y la recompensa. Es decir, aunque una canción nos haga llorar, en el fondo nos produce una sensación placentera. Es un equilibrio extraño pero poderoso: la tristeza se vuelve manejable porque la experimentamos en un entorno seguro. Como explica Fernández, «la música actúa como un amigo imaginario que nos comprende y nos acompaña en nuestra melancolía».
Además, la música tiene un fuerte componente nostálgico. Una canción puede transportarnos a un momento de nuestra vida, a una persona, a un recuerdo. Y aunque esa conexión pueda doler, también nos hace sentir vivos.
¿Cuándo deja de ser sano?
Escuchar música melancólica en momentos de tristeza es normal y, en muchos casos, beneficioso. Pero, ¿puede convertirse en un problema? «Si una persona solo logra expresar su tristeza a través de la música y no es capaz de hablar de lo que siente, puede haber un bloqueo emocional», advierte Fernández. La música debe ser un canal de expresión, no un escondite. También es importante prestar atención a la duración. Si esa búsqueda de canciones tristes se vuelve constante y la persona no encuentra alivio, podría ser una señal de que necesita ayuda profesional.
En definitiva, la música triste no nos hunde, nos sostiene. Nos permite sentir sin miedo, conectar con nuestras emociones sin que nos desborden y, en muchos casos, encontrar belleza en medio del caos.
Porque la tristeza, como cualquier otra emoción, no es un enemigo. Y si una canción nos ayuda a atravesarla, a entenderla y, finalmente, a dejarla ir, entonces tiene todo el sentido del mundo que, en los días grises, lo único que queramos hacer sea ponernos los auriculares y dejarnos llevar.