
El corte de electricidad del 28 de abril no solo alteró la rutina diaria en Valdeorras; también dejó secuelas emocionales. Así lo explica la psicóloga Iria Fernández, que ha analizado el impacto psicológico de un suceso que, más allá de las incomodidades logísticas, «activó miedos, disparó la ansiedad y nos enfrentó con nuestro propio silencio».
En O Barco la situación se resolvió en pocas horas, pero en concellos como A Rúa la oscuridad se prolongó mucho más. «El ser humano se siente seguro cuando puede prever y controlar su entorno. Cuando falla la luz, todo eso desaparece», explica Fernández. La incertidumbre sobre la duración del apagón o su origen fue un caldo de cultivo para el estrés y los pensamientos catastrofistas. «La mente se anticipa y se pone en lo peor, aunque no tenga datos. Es ahí donde aparece la angustia», señala.
El efecto fue especialmente acusado entre personas con ansiedad previa o traumas antiguos, que revivieron sensaciones pasadas. También entre quienes viven solos o tienen familiares lejos: la imposibilidad de comunicarse agudizó el malestar. «Nos dimos cuenta de lo mucho que significan esos mensajes cotidianos de “¿qué tal?” que intercambiamos por WhatsApp. Cuando faltan, sentimos el vacío», resume.
Además del aislamiento digital, se vivieron situaciones de riesgo. Hubo problemas con el servicio de ayuda a domicilio y el botón de emergencia del 112, que dejó de funcionar por la falta de cobertura. Esto afectó especialmente a personas mayores o dependientes. «No todos los hogares estaban preparados con linternas, velas o alimentos no perecederos. Se evidenciaron desigualdades que normalmente pasan desapercibidas», advierte la psicóloga.
Entre los síntomas más comunes tras el apagón: insomnio, irritabilidad, tensión muscular y miedo a la oscuridad, sobre todo en los pueblos sin alumbrado público. En los jóvenes, la desconexión tecnológica provocó confusión y necesidad de contención emocional. «Parecía que se acababa el mundo. Salías a la calle y no veías nada. Eso genera miedo, aunque no seamos conscientes de que lo tenemos», dice.
Sin embargo, Fernández también encuentra un lado positivo en lo ocurrido. «Fue una pausa forzada que nos permitió mirar hacia dentro, hablar cara a cara, jugar sin pantallas, contemplar el silencio». Algunas personas aprovecharon la experiencia para preparar kits de emergencia o simplemente reconectar con su entorno cercano. «El papel de la comunidad fue clave: hablar con el vecino, compartir lo que estaba pasando… todo eso ayudó a sostenernos emocionalmente», afirma.
Para futuras situaciones similares, la psicóloga recomienda limitar el consumo de información no verificada, centrarse en fuentes oficiales, evitar imaginar escenarios catastróficos y practicar técnicas de relajación. Y, si el miedo persiste, pedir ayuda profesional.
«Este apagón no fue solo un corte de luz. Fue una llamada de atención sobre nuestra fragilidad tecnológica, pero también sobre nuestra capacidad de adaptación», concluye Iria Fernández. «Tener linternas es importante, pero también lo es contar con herramientas emocionales para sostenernos en la oscuridad».
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