 
              Siempre he sido miedosa, sobre todo en lo que tenga que ver con muertos, almas en pena o fenómenos paranormales… ¡Me da un respeto enorme! Por eso me cuesta entender que, cuando llega esta época, veamos escaparates, casas y hasta oficinas decoradas con calaveras sonrientes, telarañas por todos lados y chorros de sangre artificial como si nada. Celebramos a la muerte desde el disfraz, desde la risa y la fiesta… cuando antes se hacía, desde el recogimiento, la memoria y el silencio compartido.
Porque, en mi infancia, estos días se vivían de otra manera. Los pequeños acompañábamos a las madres, a las abuelas, a las tías —que duda cabe que aquí en nuestra tierra se vivía en un matriarcado, en el que las mujeres estaban omnipresentes: Si, si, omnipresentes su presencia estaba donde cualquier trabajo (físico o del alma) las requería y créanme que hasta en alguna ocasión en más de uno a la vez, bueno eso es lo que a mí me parecía—. Valían y eran necesarias para todo, para rotos y descosidos, sobre todo en el trabajo y en la defensa y bienestar de la familia.
Bueno, vamos a lo que vamos, que me pierdo en el recuerdo y en el amor que les sigo profesando. Decía que a finales de octubre los más pequeños las acompañábamos al cementerio para limpiar el “adosado” familiar. Era casi un ritual que marcaba el calendario: la visita a ese lugar donde descansan quienes nos precedieron.
Con el cubo metálico que sonaba a cada paso, la escoba, el cepillo y el trapo en mano, nos poníamos a la tarea sabiendo que estábamos haciendo algo importante.
Con un pequeño azadón (sacha) se arreglaba la tumba de la bisabuela, que estaba en tierra, se marcaba de nuevo su forma, que el paso del tiempo había borrado un poco, y luego se colocaban las flores frescas. Allí, entre tierra y recuerdos, los niños poníamos mucho mimo y mucha imaginación, queriendo que quedara «muy bonita», como si ese gesto fuese una caricia para quien ya no podía recibir otras.
Por alrededor, las mayores daban brillo al nicho o al panteón familiar, y las conversaciones se llenaban de historias: unas divertidas, otras que daban un poquito de miedo… pero siempre desde el respeto. Y, cómo no, con una oración que salía del corazón, aunque a veces fuera torpe o improvisada.
Porque el Día de Todos los Santos era, en el fondo, una fiesta. Una fiesta seria, sí, pero fiesta, una cita que reunía a la familia. Llegaban los tíos que vivían fuera, los hermanos que estudiaban lejos, y los pueblos se llenaban de vida. Se estrenaba ropa para ir al cementerio —¡como si fuéramos a una celebración!—, las mujeres pasaban por la peluquería y los hombres por la barbería. Era la gran excusa del año para verse, saludarse, ponerse al día.
Y allí comenzaban esos reencuentros que eran pura banda sonora de la vida: «¿Qué tal estás?», «¡Cuánto tiempo sin verte!», «¿En qué andas ahora?». La salud, lo bien que iba la vida, los recuerdos de infancia, los achaques..., todo tenía cabida.
Los niños queríamos que aquel recorrido por las sepulturas acabara pronto para pasar a lo que realmente esperábamos. Pero todos íbamos: nadie se quedaba en casa, salvo algún abuelo que ya no podía. El cura bendecía sepultura por sepultura, se rezaba, se cantaba. Y a mí hasta me hacía ilusión que me cayera alguna gota del hisopo… como un toque mágico que me conectaba con algo más grande. Y luego… ¡al magosto!
Al calor del fuego, se abrían las bodegas y los patios. Se cocían chorizos, se asaban castañas… y se brindaba con el vino nuevo de la cosecha o con esa purrela más suave. Los pequeños jugábamos hasta caer rendidos, descubriendo juegos nuevos de primos que venían de otros sitios y que nos parecían casi extranjeros. Era una noche que olía a humo, a risas, a casa.
Hoy el magosto se sigue celebrando, y por suerte no lo perdemos… pero quizá lo hacemos más con vecinos que con familia. Ahora, en cambio, sí nos disfrazamos. La muerte ya no impone tanto miedo, se ha convertido en entretenimiento. Y está bien, los tiempos cambian, las costumbres evolucionan y cada generación aporta su mirada. Pero es bonito recordar de dónde venimos, recordar el sentido profundo de estas fechas.
Porque, detrás de esas calaveras de plástico y de esos sustos preparados, late la memoria de quienes nos trajeron hasta aquí. Esa memoria que no entiende de modas, pero sí de cariño.
 
             
              
 
       
         
               
               
               
               
               
               
               
 