domingo. 22.06.2025

Valdeorras no Camiño. Un verano a paso lento: la familia que recorre el Camino de Inverno en burro para estar unida

Nathalie, Toma, Jade y Lía se regalaron tiempo en familia, sin prisas ni relojes, y el Camino de Inverno les ofreció lo que buscaban: silencio, naturaleza y una ruta tranquila, menos transitada, pero llena de paisajes y emociones

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Pasaban veinte minutos de las dos de la tarde cuando recibí una llamada de Pedro. Me decía que en la recta de A Barxa —ese tramo entre Éntoma y O Barco— caminaban un hombre y una mujer que parecían peregrinos. Llevaban dos burros, y sobre ellos, dos niñas pequeñas. Salí a su encuentro, intrigado, y desde lo alto, en la zona del Retorno, ya los vi encabezar la cuesta.

Les esperé, me presenté y les pregunté si podían contarme su historia. Toma me respondió con una sonrisa cansada: «¿Podemos ir a la sombra? Hace mucho calor, las niñas están cansadas y tienen hambre». Los acompañé hasta el bar San Roque, en pleno Camino de Inverno, en la entrada a O Barco, en el barrio de As Cortes. Y así comenzó esta historia.

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Nathalie y Toma decidieron parar el reloj. Lo hicieron junto a sus hijas, Jade y Lía, dos pequeñas de tres años y medio que no necesitan más que una historia contada a lomos de un burro, una piedra con forma de castillo o una rama que parezca una espada para ser felices. Esta familia lleva ya casi tres meses caminando junta, desde Le Puy-en-Velay, en Francia, hasta O Barco y luego, Santiago. Y no han elegido cualquier ruta: recorren el Camino de Inverno, el más desconocido, el más tranquilo, y tal vez por eso, el más íntimo.

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Cuando pensaron en cómo querían pasar este tiempo juntos, la respuesta fue clara: caminar. «Lo más importante era estar en familia», dice Nathalie. Caminar les ofrecía algo más que movimiento: les daba la excusa perfecta para hablar, cantar, observar la naturaleza… vivir sin prisa.

Tras recorrer el Camino Francés, la multitud los llevó a buscar algo distinto. En Ponferrada tomaron una decisión que cambiaría su travesía: continuar por el Camino de Inverno. «Aquí hay mucha naturaleza y poca gente», explican. Y en esa combinación han encontrado la esencia del viaje.

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Esta mañana nos encontramos a la familia en A Rúa Vella entre las alfombras de Corpus

Con ellos, dos burros alquilados que acompañan el paso sereno de la aventura. Las niñas, que al principio se dormían sobre el lomo, ahora juegan, cuentan historias y se ríen con cualquier cosa que encuentren por el camino. No hay pantallas, no hay horarios. Solo el canto de los padres, las canciones que inventan juntos y los paisajes que se despliegan a cada paso.

«No es más difícil que la vida en casa», dice Nathalie con una sonrisa. Al contrario: el camino se adapta a ellas. Si están cansadas, se para. Si hay que ir más lento, se hace. Lo importante no es llegar, sino seguir juntos.

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Ya han recorrido más de 1.200 kilómetros y les quedan algo más de 200 para llegar a Santiago. Caminan unos 20 al día, sin prisa pero con rumbo. «Tenemos que llegar antes del 30 de junio, que es cuando viene el dueño a recoger los burros», comentan.

El Camino de Inverno les regala bosques, pueblos de piedra, amaneceres limpios. Y también silencio. Un silencio que invita a mirar hacia dentro, a valorar lo pequeño, a recordar que no hay mayor lujo que el tiempo compartido.

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Puede que cuando lleguen a Santiago se acabe el viaje, pero lo que están construyendo —paso a paso, canción a canción— les quedará para siempre.

 

Este viaje no es solo una travesía. Es una forma de estar juntos, de crecer juntos, de vivir con lo justo y disfrutar de lo esencial. Y es, sobre todo, un recordatorio: a veces, el mejor camino es el que se toma sin prisa, en buena compañía, y con los ojos bien abiertos.

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