
Por teléfono, la voz de Rafael Álvarez El Brujo suena pausada, con esa cadencia de quien ha hecho de la palabra su oficio y su arte. Es mediodía en Madrid y, en pocas horas, partirá hacia O Barco de Valdeorras para presentar «Mi vida en el arte», el espectáculo con el que está recorriendo España. A pesar de la premura, nos atiende con generosidad. «No tengo mucho tiempo», avisa, pero no hay ni rastro de prisas o impaciencia. Contesta cada pregunta con calma y honestidad, como si cada respuesta fuera un pequeño acto de teatro.
Nacido en Lucena (Córdoba) en 1950, Rafael Álvarez ha dedicado más de cinco décadas al teatro, recorriendo España con espectáculos que han convertido su figura en un referente indiscutible. Se formó en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (RESAD) y comenzó su trayectoria en los años 70 en el teatro independiente, colaborando con compañías como Tábano y el Teatro Experimental Independiente (T.E.I.). Con los años, ha construido un estilo único que recupera la esencia del juglar, ese contador de historias que cautiva con la palabra y la presencia.
«Yo lo que pretendo es que durante la hora y media, hora y tres cuartos que el público está en el teatro, se olviden de todos los problemas del día y salgan con una energía renovada», responde a la pregunta sobre si siente que su teatro actúa como un bálsamo en tiempos difíciles. Pero no es ajeno a los cambios en el público. «El público necesita un chiste ya y reírse. Si tienen que escuchar un rato atentamente, se impacientan. Necesitan otro chiste, un golpe de efecto, un cambio de luz… Es por la costumbre de vivir como vivimos».
Él mismo ha notado cómo esa urgencia ha transformado la manera de contar historias en escena. «Las representaciones van cambiando sin que te des cuenta. Tú también formas parte de ese mundo y no puedes evitarlo. Si ves que el público no se ríe, buscas otra provocación. No es algo que se piense, simplemente ocurre».
Aun así, sigue defendiendo el teatro como un espacio para la pausa y la reflexión. «El teatro es un refugio, pero la rapidez de hoy también se cuela en él. Ahora todo es estímulo y respuesta inmediata. Si das un discurso largo, notas la impaciencia en el aire».
Pero la relación entre el actor y el público no es unidireccional. El público observa, pero también es observado. «Es un proceso completamente espontáneo», explica. «Tú sales y notas al público. No lo piensas, simplemente lo sientes. Es como cuando un conductor de carreras está al volante: no analiza cada movimiento, simplemente reacciona». En ese juego de miradas, él también va ajustando su interpretación en tiempo real. «Si notas que no se ríen, buscas otro estímulo, otro giro. No porque lo pienses, sino porque el teatro es así: se construye en el instante, en el aire».
Su relación con los clásicos es profunda, natural, como si cada vez que los interpreta los trajera de vuelta al presente. Si pudiera sentarse a conversar con ellos, lo haría ante una infusión de rooibos, bromea. «Yo no tomo café», aclara antes de imaginar ese encuentro con Lope de Vega o Quevedo.
Hablarían sobre cómo era la vida en su época, el sentimiento popular en los espectáculos, la relación con el poder o la iglesia. «Veríamos que, en realidad, no sería algo tan distinto a lo que ocurre hoy. Cambia el escenario, cambia el decorado, pero los conflictos y las motivaciones siguen siendo las mismas».
Y si no hubiera sido actor, ¿qué habría sido? Se queda en silencio unos segundos y después responde: «No sé. La verdad es que no lo sé». No hace falta que lo diga, pero es evidente que el teatro no fue solo una opción en su vida, sino su único destino posible.
En todos estos años sobre las tablas ha vivido cientos de anécdotas, pero recuerda con especial gracia una en Moguer, Huelva. «Se fue la luz en plena función, y pensé: “Si me voy al camerino, me harán repetir la obra desde el principio cuando vuelva la electricidad”. Así que decidí seguir actuando con las luces de emergencia». En mitad del espectáculo, una espectadora se levantó indignada: «A mí no me gusta este tipo de teatro moderno y estas provocaciones con la luz», dijo, antes de abandonar la sala. Veinte minutos después, la misma mujer volvió corriendo y gritó desde el patio de butacas: «¡Ay, por Dios, que se ha ido la luz en todo el pueblo!».
El público rompió en aplausos y la función continuó, pero la historia no acabó ahí. «Cuando fui al camerino, apareció la concejala de Cultura y me dijo: “¿Podrías repetir la obra ahora que ha vuelto la luz?”. Le dije: “No, señora. Yo ya he hecho toda la función. Si quiere que la repita otra vez, tendrá que pagarme otra vez”».
Este viernes 21 de marzo, Rafael Álvarez El Brujo actúa en el Teatro Lauro Olmo de O Barco. No recuerda con certeza si ha estado antes en la localidad, pero está seguro de que, en cuanto llegue y vea el teatro, vendrán los recuerdos. «He actuado muchas veces en Ponferrada y en Ourense. Pero en cuanto llegue, vea el teatro y el pueblo, seguro que lo recordaré». Con «Mi vida en el arte», volverá a demostrar que el teatro sigue siendo un arte vivo, un espacio donde la palabra resiste y emociona. Un lugar donde, aunque el mundo vaya a toda velocidad, aún es posible detenerse a escuchar.