A nadie le pasará inadvertido —sobre todo a quienes ya tenemos una edad— que tanto la Nochebuena como la última noche del año, y las fiestas navideñas en general, han cambiado mucho con el paso del tiempo. No solo han cambiado las formas de celebrarlas, sino especialmente las costumbres alrededor de la mesa, que quizás es donde más se nota el paso de los años… y de la vida.
Cuando era pequeña, la Nochebuena se celebraba en casa de los abuelos paternos. No hacía falta un gran despliegue de platos ni ingredientes exóticos para que aquella cena fuese memorable. Un buen bacalao con berzas y huevos cocidos, todo regado con un refrito de ajo y pimentón, era una auténtica delicia. De postre, alguno casero preparado por la tía —un flan, un brazo de gitano— y, por supuesto, los clásicos turrones blando y duro. Sencillo, pero inolvidable.
La Nochevieja ya era otra historia. Había un poco más de “fiesta” en el menú: algo de marisco, unas cigalas —cuando los precios no eran tan desorbitados como ahora— o unas gambas al ajillo. No faltaban los trufados ni el cabrito asado, y después llegaban los dulces navideños y las uvas, cuanto más grandes mejor, aunque así nos atragantáramos más de una vez entre risas.
Con el paso del tiempo, los gustos van cambiando, aunque siempre condicionados por la capacidad económica de cada familia. Hoy en día, poner marisco en la mesa se ha convertido casi en una misión imposible. Recuerdo cuando venía la hermana de mi padre desde A Coruña y aparecían en la mesa percebes, nécoras, camarones, incluso buey de mar francés o centollas. Hoy, aquello parece un recuerdo de otro mundo.
Ahora las mesas se llenan de pinchos, muchos y muy variados. La familia se reúne y cada cual va componiendo su plato: patés, cócteles de marisco, ensaladilla, minipizzas, huevos duros o de codorniz, pulpo con parmentier… Todo más informal, más práctico, quizá menos ritual, pero adaptado a los tiempos que corren.
Porque los tiempos avanzan, los gustos también, y no digamos las costumbres. Antes las celebraciones eran casi obligatoriamente en familia; hoy cada cual elige dónde y con quién despedir el año. Algunos prefieren quedarse en casa, otros salir fuera, celebrarlo con amigos o incluso lejos de su lugar de origen.
Puede que ya no cenemos como antes ni celebremos igual, pero al final el espíritu sigue siendo el mismo: reunirse, brindar y despedir un año para dar la bienvenida al siguiente con la esperanza de que sea, al menos, un poco mejor.
