
El Alzheimer no borra solo recuerdos. También transforma hogares enteros, sacude rutinas y obliga a muchas familias a reinventarse cada día. Iría Fernández, del Centro Psicológico Resiliencia, pone el foco no solo en esta enfermedad, sino también en quienes la acompañan desde la sombra: los cuidadores.
«Es una enfermedad neurodegenerativa que afecta la memoria, el pensamiento y la conducta», explica la psicóloga. En sus primeras fases se manifiesta con olvidos frecuentes, desorientación o dificultad para planificar tareas. Sin embargo, con el tiempo los síntomas se intensifican y la persona necesita ayuda para casi todo: desde comer o vestirse hasta reconocer su propia casa. En ese punto, la dependencia puede ser total.
Detrás de cada diagnóstico hay casi siempre una figura invisible que sostiene la situación. «Normalmente son familiares —hijas, esposas, hermanos— quienes asumen este rol de manera constante, sin descanso», apunta Iría. Aunque también existen cuidadores profesionales, lo más habitual es que el día a día recaiga sobre alguien cercano, con un vínculo emocional muy fuerte y, muchas veces, sin apoyo suficiente.
Cuidar a una persona con Alzheimer no es solo asistirla físicamente. También es comprender cómo se siente y adaptarse a sus ritmos. Iría recomienda mantener rutinas claras y estables para ofrecer seguridad, utilizar una comunicación sencilla —frases cortas, tono calmado, contacto visual— y fomentar actividades significativas. «Escuchar música, mirar fotos de su vida pasada, pasear…
Son pequeñas cosas que conectan con su historia», señala. También insiste en respetar la dignidad de la persona: permitirle decidir dentro de lo posible, reconocer su trayectoria vital y no imponer más de lo necesario. «Si quiere ponerse una chaqueta u otra, déjale elegir. A veces damos demasiada importancia a lo que no la tiene», comenta.
Pero, ¿quién cuida al que cuida? El desgaste que implica estar disponible las 24 horas, la incertidumbre constante y la falta de descanso pueden derivar en el llamado síndrome del cuidador quemado. «Vemos personas con agotamiento extremo, tristeza, pérdida de motivación», alerta Iría. Muchas veces, ese malestar se vive en silencio, por vergüenza o porque cuesta pedir ayuda. «Son personas que han tirado siempre del carro, y ahora no saben cómo decir “necesito que me ayuden a tirar”».
Entre las recomendaciones clave para evitar llegar a ese punto, Iría destaca la importancia de descansar siempre que se pueda, pedir ayuda y delegar tareas, mantener espacios personales —hobbies, amistades, momentos de respiro— y buscar apoyo emocional en profesionales, grupos de cuidadores o personas de confianza. También invita a normalizar sentimientos como la frustración, la culpa o el enfado. «No son un signo de debilidad, sino una respuesta humana ante una situación muy dura».
Además, recuerda que muchas veces los cambios de comportamiento no son intencionados. «Hay personas que llegan a consulta diciendo “es que no entiendo por qué me dice eso, por qué se pone así”. Y la respuesta es simple: porque está enfermo. No es personal. No lo hace para hacer daño, es la enfermedad actuando». En esos momentos, la empatía y la calma son herramientas fundamentales. Incluso cuando parece que la persona no entiende, lo emocional sigue presente. «Puede que no recuerde lo que le dijiste hace un rato, pero sí cómo se sintió», advierte Iría. Por eso es tan importante cuidar el tono, la actitud, la forma de decir las cosas.
Antes de despedirse, la psicóloga deja dos reflexiones que resumen el espíritu de esta charla. La primera: aunque la enfermedad no tenga cura, sí existen maneras de mejorar la calidad de vida de quien la padece y de quien le cuida. Y la segunda: «La memoria puede desvanecerse, pero el cariño y la conexión emocional permanecen. Cuidar con amor no solo ayuda al otro, también nos transforma a nosotros mismos».
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