
Debo confesar que, este mes no tenía un tema definido todavía para esta colaboración. Septiembre me hace regates y hasta caños por falta de tiempo y ritmo. Pero fue precisamente una cita que leí del escritor colombiano Gabriel García Márquez, la que me propinó con sus espuelas, impregnadas de ese realismo mágico que él mismo alimentó, un azuzado impulso, que lleva del trote al galope, por esa llanura de teclas, que dan vida a las letras, y estas… a las palabras… Y las palabras… a las frases.
Y así, párrafo a párrafo, vuelven los recuerdos a dar pasos cortos por la senda del pasado.
La frase en cuestión –ya me había vuelto a ir… tal vez a robarles la intimidad a las musarañas– es la siguiente: “Cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre o de su madre, lo tiene atrapado para siempre”.
Y es que, fue leerla y comenzar ese centrifugado de imágenes congeladas, que, en mi caso, por desgracia, resultan ser consoladoras, más cuando echas en falta a los que te dieron la vida. Y con ese “ojalá estuvieseis aquí” –buen momento para colar un “Wish You Were Here” Pinkfloniano– no te queda otra que empachar reseñables instantes en los que sabes que habrían estado ellos los primeros y no su ausencia.
Este año, el día de mi cumpleaños, caí en la cuenta –y me pareció una bofetada a traición de la vida, ciertamente– que he vivido más años sin madre que los que viví con ella, o ella conmigo. Y se me quedó una cara de circunstancias… por no decir de tonto. De... ¿La vida es justa?
También, reconozco que a medida que pasa el tiempo, o, mejor dicho, voy desprecintando décadas, noto más la ausencia de ellos dos, sí, de mi madre y de mi padre. Y sigo reafirmándome en que, cuando se cite conmigo la parca, cara a cara, le pienso reprochar ese traicionero y prematuro robo de momentos que se quedaron sin vivir; para ellos y para mí.
Sin embargo, me quedaré con esas miradas que tantas veces vi, y que, inconscientemente mi memoria enmarcó, para sacármelas en los momentos buenos y no tan buenos. Con esos consejos: los oídos y desoídos, porque a veces la latente rebeldía de la adolescencia le ganaba el pulso a la sensatez que traería consigo traspasar el pórtico de la vida adulta.
Por eso, vuelvo a incidir en la frase de “Gabo”, con la que daba el pistoletazo de salida al tecleo impulsivo que septiembre mantenía maniatado. Y me sumerjo otra vez en ese mundo interior: de ojos cerrados y sentidos expuestos.
Y sí, de nuevo escucho sus voces, sus pasos, y cualquiera de aquellos gestos que en su momento parecerían parte del guion rutinario del día a día, y que ahora mismo, saltan por la mente como parte de las acciones –y lecciones– más importantes que haya podido vivir.
P.D.1 ¡Ah! Y ellos, Juan y Remedios, también tenían sus frases, al igual que el creador de Melquíades y Macondo. Mi padre, solía repetir cuando yo pronosticaba algo con las gafas del vaso medio vacío un: “No llames al mal tiempo” cargado de temple y parapetado en la calma. Eso sí, con la digna sabiduría, siempre en posición de batalla, de no rendirse jamás.
Mi madre, resumía sus citas en una: dentro de un universo poético y de sus recurridas lecturas al maestro Machado. Y esa, no voy a ser yo el que diga que la cumplo, pero sí que la custodio gustosamente en el zurrón errante que porto cruzado en la travesía de mi existir. Esa vida, en la que lo más importante según ella, era: “Ser buena persona”.
P.D.2 ¿Y tú… recuerdas a tus padres mucho? Me preguntaron un día. Respondí que: claro, como todo el mundo, creo. Pero eso sí… con una apreciación muy clara, y es que siempre que me vienen a la cabeza, lo hacen con un par de sonrisas, por cierto… muy vivas. ¿Qué mejor recuerdo?
