El día amanecía con la promesa de un camino antiguo. Ellos montaron en bicicleta y dejaron que el pedaleo los guiara por senderos que aún guardaban más historias de las que mostraban a simple vista. Se adentraban en el Camino de Invierno, esa variante discreta del Camino de Santiago que, a pesar de su silencio, latía con una belleza intacta, con memoria… y con las cicatrices recientes que la naturaleza no lograba esconder.
Desde Ponferrada, atravesando el Bierzo y Valdeorras, el sendero se abría paso entre las riberas del Sil, serpenteando entre montañas, viñedos centenarios y pueblos que respiraban alma en cada piedra. No era la ruta más transitada, pero quizá ahí radicaba su encanto: un camino que parecía esperar al peregrino para susurrarle verdades al oído. Fue allí donde seis andaluces — Francisco Ávila, Ramón Eduardo, Ramón García, Moisés Vázquez, Antonio Flechoso y Hugo Ralla — decidieron desafiar la ruta sobre dos ruedas.
Lo contaban con una sonrisa franca: «Más que nada, esto empezó como un reto deportivo. Éramos tres amigos, lo compartimos en redes... y acabamos siendo seis. Este es ya nuestro sexto camino». Lo que había comenzado como un simple desafío se había convertido para ellos en tradición: una cita anual con la tierra, con el viaje… y con ellos mismos.