David Rodríguez, el relojero de A Rúa que mantiene en hora los relojes de A Coruña
A veces uno hereda un oficio antes de entenderlo. David Rodríguez creció entre engranajes y esferas, en el negocio familiar de A Rúa fundado por su abuelo, donde también trabajaban su madre y su tío. Durante años, sin embargo, aquel mundo le resultó ajeno. «Era un oficio que me venía impuesto», recuerda. Y como muchos jóvenes, creyó que su futuro pasaba por una carrera universitaria, lejos del mostrador.
El desinterés no era falta de talento, sino de perspectiva. En España, los oficios se habían ido apagando al ritmo de los prejuicios: la formación profesional era el camino de los que no llegaban a la universidad, no el de los que querían entender el mundo con las manos. Hasta que un día David decidió estudiar relojería en serio, en la Escola de la Mercè de Barcelona, la única oficial del país. Y entonces todo cambió.
Allí descubrió que el tic-tac que había escuchado toda su vida era más que un sonido familiar: era un lenguaje. Entendió que cada rueda, cada muelle, cada tornillo era una conversación entre técnica, arte e historia. Y que dentro de un reloj cabía todo lo que le apasionaba: la precisión, la aventura, el viaje, la posibilidad de reconstruir algo que parecía perdido.
David en su relojería en la Plaza de Maria Pita
«Yo no quería pasarme la vida sentado en una mesa de taller», dice, quería viajar. «Pero cuando descubrí que podía restaurar relojes en distintos países, o devolver la vida a un reloj monumental, se me abrió un mundo». Su curiosidad lo llevó por Reino Unido, Italia y otros lugares, donde cada proyecto se convirtió en un viaje y cada reloj, en una historia.
El de María Pita, en A Coruña, marcó un antes y un después. No solo por la dificultad técnica, sino por lo que significaba devolver el pulso a un reloj que había marcado generaciones. «Poder pasear por allí con mi hija y decirle que ese reloj lo reparó papá es un orgullo», confiesa. Desde entonces, cada engranaje que toca es un diálogo entre la tradición que heredó y la libertad que conquistó.
Su taller se encuentra en A Coruña, donde se encarga del mantenimiento de los relojes monumentales que marcan el ritmo de la ciudad. Entre ellos, los de María Pita, el Obelisco o el reloj del Cantón Grande, auténticos guardianes del tiempo urbano. «Ahora mismo en A Coruña estamos nosotros detrás de la hora», comenta con una mezcla de responsabilidad y humor.
Pero detrás de esa frase hay un trabajo silencioso, casi invisible. Las piezas que cuida —relojes con más de cien años— están expuestas a la intemperie: a la lluvia, al frío, al polvo, a la contaminación. En una ciudad bañada por el Atlántico, ese desgaste es inevitable. «Es relativamente fácil que paren», explica. «Y cuando lo hacen, muchos piensan que se han estropeado, pero detrás hay días de trabajo, piezas únicas que ya no se fabrican, tornillos que hay que hacer a medida. Cada uno de esos relojes es un pequeño milagro de precisión y paciencia». Por eso se define como artesano.
David no trabaja con relojes: trabaja con recuerdos. Repara el tiempo de otros, consciente de que lo importante no es el objeto, sino lo que representa. «Cuando mi abuelo me dio su reloj, entendí que lo que guardaba no eran minutos, sino memoria», explica. «Por eso me gusta rescatar relojes antiguos, devolverles la voz».
En una época dominada por los relojes digitales y la precisión de los satélites, él defiende la imperfección de la mecánica. «Un reloj electrónico da la hora, pero no tiene alma», resume. Para él, la relojería no es una lucha contra la modernidad, sino una forma de resistencia tranquila: la de quienes todavía creen que el tiempo también se puede tocar.
Sus días transcurren entre piezas únicas, algunas tan antiguas que obligan a fabricar tornillos a mano. Lo cuenta con naturalidad, sin romanticismo forzado. Le gusta el riesgo que implica subir a una torre o ajustar una esfera de 50 kilos a veinte metros de altura. Y, sobre todo, le gusta aprender. «Cada reloj nuevo es un desafío. Cuanto más conozco este oficio, más me sorprende».
Por eso insiste en la importancia de la formación. No solo para mejorar, sino para reconciliarse con aquello que, a primera vista, puede parecer tedioso. «Muchas veces rechazamos algo porque no lo conocemos. Pero cuando lo estudias, cuando entiendes su lógica, cambia todo. Empiezas a verlo de otra manera. Y a veces, lo que parecía aburrido acaba siendo tu pasión».
Si tuviera que elegir un sueño, lo tiene claro: el Big Ben. No por su fama, sino por lo que representa. «Uno de los relojeros que participó en su construcción, Rodríguez Losada, era de A Baña, un pueblo leonés muy cerca de Valdeorras», cuenta. «Sería precioso poder verlo por dentro, conocer sus entrañas». Y sonríe: de momento, se conforma con eso.
David Rodríguez ha aprendido que el tiempo no se hereda: se comprende. Y que el conocimiento, cuando se mezcla con la curiosidad, convierte la obligación en vocación. En su taller, cada reloj que vuelve a marcar la hora recuerda que el conocimiento también da cuerda a la vida.
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