viernes. 29.03.2024

Cuando era niña, esperaba ávida la llegada del domingo para recibir, junto con mi hermano y mis dos primos, la paga semanal. Con la equidad y justicia incorruptas propias de un hombre de banca, mi abuelo repartía las pesetas entre sus cuatro nietos, y allá cada uno con la administración de su dinero. Recuerdo a mi hermano y sus intentos de soborno por conseguir mi parte y reunir así suficiente dinero para bajar corriendo a la farmacia. Su mayor deseo: acercarse al mostrador de Darío y pedirle un suculento potito en medio de las risas de los vecinos que allí se congregaban a diario.

Mis abuelos vivían enfrente de aquella pequeña farmacia situada en la calle Marcelino Suárez de O Barco, de la que era dueño Darío Fernández Fernández. Era realmente un verdadero hervidero de amenas e interesantes charlas protagonizadas «por grandes personajes de la época como D. Andrés García Buela, D. Ricardo Diéguez o D. Joaquín, el maestro». En aquel pequeño espacio todos los temas eran válidos, «se hablaba de todo y mucho del Celta, tenía pasión por el equipo». Recuerdos de rebotica que hoy salen a la luz de boca de José Luis González «Curís» quien, tras cerca de 30 años a su lado, asegura haber aprendido todo de él.

Y es que Darío era un hombre muy culto, pero también muy afable e incluso socarrón. Una forma de ser que aseguran quienes le conocieron y trataron, que «con él se podía hablar de cualquier cosa». Nos dejaba este lluvioso martes día 9 de abril, a sus 88 años de edad.

Darío era hijo de farmacéuticos y como tal trabajó en la farmacia de sus padres en A Rúa. Al terminar su carrera, regentó una farmacia propia en Petín, lugar de grandes partidas de cartas y pocas ganancias que «no le daban para vivir». Así Darío puso las miras en O Barco, algunos dicen que llamado por el amor a la hija de D. Manuel, Gloria Martínez Estévez, que finalmente se convertiría en su mujer.

Se puede decir que D. Darío dedicó su vida al ejercicio de su profesión farmacéutica. Incluso tras su jubilación, no había día que no visitase su querida farmacia. Una vocación profunda y un contacto con la gente «que hoy ya no existe», recuerda José Luis, pero que él siempre mantuvo a pesar de los años.

Una cercanía que permitía a mi abuelo fanfarronear a la puerta de la farmacia, empanada de maravallas en mano - recién salida del horno del Nuevo -, y dársela sólo a oler a los que allí trabajaban de guardia. Sonrisas recibía siempre de vuelta, y mucha sorna inteligente, de esa que nunca se olvida.

Raquel Cruz.

Obituario. Darío Fernández, farmacéutico