Valdeorras Pueblo a Pueblo-Arcos (Vilamartín de Valdeorras)
Nos adentramos en rincones que solo sus moradores conocen, descubrimos la riqueza natural y artística, develamos secretos de una tierra y de sus gentes.
Conocemos las aldeas de la comarca de la mano de sus vecinos, que compartirán su manera de vida, tradiciones, historia…
En Valdeorras Pueblo a Pueblo, hacemos parada en Arcos, el pueblo donde cada año regresan las cigüeñas, fieles a sus nidos, desde los que contemplan la plaza, el lavadero y un paisaje maravilloso.
El viaje comienza por la antigua N-120, desde A Pobra, que nos conduce hasta Arcos. Las casas se alinean a lo largo de la carretera, como dando la bienvenida al viajero. Tomamos la Rúa Real, el corazón de la aldea, que nos guía hasta la cima del pueblo. A medio camino nos esperan Manuela y Francisco, conocido como Catuxo, para hablarnos de “la Liga”, aquella colecta que unía a los vecinos a mediados del siglo pasado, un gesto que revela la solidaridad de esta tierra.
Subimos a la zona de las covas. Nos recibe un olivo milenario, que guarda silencioso la memoria de generaciones. A sus pies se celebra la Festa Coveira, una exaltación de la gastronomía, el vino y la música, que cada año congrega a cientos de personas en honor a estas construcciones singulares que coronan la cima del pueblo.
Las covas de Arcos son memoria viva: las primeras datan de 1780, y en 1960 ya se contaban más de setenta. Allí se conservaba el vino en verano, pero también cebollas, patatas e injertos. Antaño, cada mediodía y cada anochecer, el camino hacia las covas era una procesión de hombres con jarras, buscando el vino que nunca faltaba en las mesas.
Más arriba, junto al cementerio, descubrimos las huellas de un antiguo castro. De allí procede el retablo que hoy adorna la entrada de la iglesia de San Lorenzo, trasladado por los propios vecinos en carros de bueyes, símbolo de esfuerzo y devoción.
El paisaje de Arcos también guarda la impronta de los romanos, que desviaron el cauce del río Farelos mediante canales para extraer el oro escondido bajo Córgomo.
Muy cerca, la Cova dos Mouros recuerda tanto la importancia del castro como la cercanía de la Senda del Río Farelos, una ruta que existe gracias al trabajo desinteresado de cuatro vecinos, que la abrieron para disfrute de todos.
El barrio de Samos nos habla de otro pasado. Se levantó junto a una abadía benedictina que más tarde sería posada del Camino Real. En el año 910, el rey Ordoño II donó estas tierras a los monjes, que aquí organizaron la vida religiosa, la recaudación de impuestos y la gestión de jornaleros.
En Arcos se alzan también dos grandes casas: el Pazo de Samos y el Pazo de Gabia.
El de Samos, de mediados del siglo XVII, se erigió en torno al trazado del Camiño de Inverno. Más tarde pasó a manos del abogado Demetrio Macía, cuya familia alcanzó gran relevancia en la comarca y dejó huellas de riqueza en las fuentes, las cuadras y su enorme bodega.
El Pazo de Gabia, o “Pazo de Abajo”, fue residencia de verano de un príncipe. En 1814 nació allí el Conde de Gabia, Pedro Losada. La casona, que tuvo iglesia propia, fue administrada por un antepasado de los Janeiro, y hasta el propio torero visitó en alguna ocasión estas estancias.
El Camiño de Inverno vuelve a aparecer como un hilo conductor. Siguiendo su trazado llegamos a la iglesia de San Lorenzo, construida en 1850 con los muros y el retablo trasladados de la antigua iglesia del castro. Sus fiestas patronales honran a San Lorenzo, San Antonio y San Isidro Labrador, que llenan de vida la aldea cada verano.
A pocos pasos, la antigua escuela se ha transformado en Centro Social. Allí se celebran hoy el magosto y las reuniones semanales de las mujeres de la localidad, guardianas de la memoria, que además se encargan de confeccionar paneles informativos para difundir la historia de Arcos.
Pero Arcos no solo es memoria: también es tierra de trabajo y de acogida. Durante décadas, recibió a decenas de vecinos de toda la comarca, que acudían a trabajar en sus viñedos, dejando huella en la vida y en la economía local. Y hoy, aunque muchas familias tuvieron que emigrar, el pueblo sigue siendo punto de regreso. Jóvenes cuyos padres marcharon vuelven atraídos por sus raíces, por la fuerza de la tierra y, sobre todo, por amor a un lugar que nunca se olvida.
Y siempre, sobrevolando este paisaje, están ellas: las cigüeñas. Cada año regresan fieles a sus nidos, desde los que contemplan la plaza, el lavadero y los campos que rodean el pueblo. Son el emblema vivo de Arcos, símbolo de continuidad y de arraigo.
Dejamos atrás las voces de sus gentes, el murmullo del río, el eco en las covas y la silueta de las cigüeñas en lo alto de sus nidos.
Nos llevamos recuerdos y hospitalidad, el calor de un pueblo que sabe mantener viva su historia.
Gracias a los vecinos de Arcos por abrirnos sus puertas.
Nos vemos en la próxima parada de Valdeorras Pueblo a Pueblo.
Agradecimientos. David Daniel. Alex, Carlos, Manuela, Francisco, Ana Maria, Adita, Gema, Antonio y Sonia